Reflexiones sobre el discurso de la inclusión y las gramáticas escolares

Lic. Pablo Iturrieta

Esquel - 2011

martes, 13 de septiembre de 2011

El tema de la inclusión parece ser, en los últimos años, un discurso que ha poblado las presentaciones y plataformas de innumerables actores de la escena política y social. Así, en nombre de la inclusión se argumentan acciones y pensamientos que nos prometen, al menos, una conciencia tranquila.

Hoy resulta muy común hablar de inclusión social y educativa para defender a capa y espada un discurso que todos podemos considerar integro, solidario y justo. Pero hablar de este tema no es solo llenar de palabras una argumentación, por el contrario, implica tomar cierto posicionamiento político y educativo respecto de lo que es o debería ser la escuela. Este articulo no pretende ser un análisis teórico profundo, pero si un ejercicio reflexivo sobre la escuela que queremos y lo que podemos hacer para mejorarla.

Casi sin excepciones, escucho a los especialistas decir que nos encontramos en un momento social caracterizado por la fuerte polarización, tanto al interior de nuestro país, como en el mundo. En pocas palabras, nunca la humanidad fue tan rica en términos de evolución científico – tecnológica y poder de crecimiento económico; y nunca una buena parte de la humanidad fue tan pobre como ahora. Es la metáfora del Gran Hermano, el mundo parece funcionar como una especie de programa de televisión en el que el éxito de algunos está vinculado a la expulsión de otros.

Como sociedad y como nación, parece ser que una de las opciones que tenemos es enfrentar este problema a partir de avanzar en los niveles educativos de las nuevas generaciones. Es decir, suponemos que en una sociedad dominada por la información y la tecnología, es imprescindible que nuestros jóvenes accedan a mayores conocimientos y a más educación.

La traducción de este pensamiento, es la sanción de una ley que establece que la escuela secundaria es obligatoria. Abriendo un paréntesis al respecto, cabe decir que por supuesto que la sanción de la Ley Nacional de Educación supone un debate social sobre este tema, el cual podría ser motivo de otro trabajo. Pero en principio, y tomando esto como premisa para reflexionar, entendemos que la sanción de una Ley Nacional es el producto de un acuerdo social en el que todos estamos comprometidos.

Entonces, la escuela secundaria obligatoria tiene como fundamento el acuerdo social de que todos los jóvenes de este país deben tener los conocimientos que les brinda la escuela secundaria.

Pero a partir de aquí es donde comienzan los problemas. ¿Es posible una escuela para todos? Pienso que esta es una pregunta con trampa, ya que suele confundirse con una postura liberal que toma en cuenta la igualdad de puntos de partida. Podría traducir con la pregunta ¿Es posible que todos los jóvenes puedan acceder a un lugar en la escuela secundaria luego de terminar su escolarización primaria? Y si bien, esto requiere un gran esfuerzo de parte de la sociedad y del estado para lograrse, es una idea en la que distintos pensamientos político educativos podrían acordar ya que tiene que ver con la igualdad de oportunidades. Es probable que estemos de acuerdo que todos los jóvenes de 12 o 13 años tienen que tener su lugar en la escuela.

Pero avancemos. ¿Es posible una escuela que permita que todos sus alumnos logren finalizar, egresar, terminar sus estudios? Aquí el asunto es más complicado. Básicamente porque lo que sucede es que a partir de ese punto de inicio que supuestamente todos pensamos que no debería negarse a nadie, los jóvenes van progresando y avanzando en sus resultados escolares de manera diferente, y como consecuencia, muchos abandonan o como suele decirse, “fracasan”. Entonces entramos en cierto conflicto con nosotros mismos. Si pensamos como sociedad que todos los jóvenes deben acceder a los conocimientos que brinda la escuela secundaria (por eso la sanción de la obligatoriedad), que un alumno no logre terminar la escuela es un fracaso de la institución social a la que delegamos la educación de las nuevas generaciones.

Pero volvamos al joven que no ha logrado cumplir con las metas y los resultados previstos, y que decide abandonar para dedicarse al trabajo o al ocio. ¿Qué posición tomamos como sociedad con respecto a esto? Básicamente, ¿Qué hacemos con los jóvenes que no están en la escuela? ¿Dónde deberían estar? Seguramente cada uno podrá elaborar su respuesta, pero en mi opinión, la sanción de la escuela secundaria obligatoria es un paso adelante. Los chicos tienen que estar en la escuela, y todos tienen que terminarla.

Entonces la pregunta ¿es posible una escuela para todos? se torna conflictiva, y nos lleva a otras ¿Qué hacemos con los chicos que repiten en numerosas ocasiones? ¿Qué respuesta le damos a aquellos que no logran los aprendizajes o los resultados previstos? ¿Es la única posibilidad bajar los estándares de rendimiento, el nivel de exigencia o la calidad educativa?

¿Cuántas “te llevaste”?

Para avanzar un poco con las reflexiones, voy a partir de considerar la matriz de una escuela secundaria que fue creada sobre la base de la exclusión. La historia muestra una escolaridad que definió claramente un patrón de normalidad como medida de los logros de los alumnos. El rendimiento y los buenos resultados en la escuela son cuestiones que están asociadas linealmente con el cumplimiento de ese patrón de normalidad, basados en la producción fabril donde cada alumno es aprobado o rechazado como un producto industrial sujeto a control de calidad. Y por supuesto, aquellos alumnos que no logran acercarse a dicho patrón, no merecen estar en la escuela, o al menos no son aptos para terminarla.

Voy a sostener que en la actualidad, este patrón histórico que define el rendimiento “normal” de los alumnos ha logrado permanecer, al menos en sus características fundamentales.

Hoy en muchos aspectos, y fundamentalmente luego de años de políticas neoliberales dedicadas a lograr niveles y estándares de rendimiento en el sistema educativo, la escuela no logra superar ese mandato fundacional. Y su finalidad social parece estar más destinada a la preparación de aquellos que van a ingresar a la universidad, antes que a la educación de las nuevas generaciones, y por supuesto antes que a la transmisión del legado que vamos a dejar a nuestros jóvenes

Como lo ha sido siempre, la escuela ES para los que logran resultados. Y más aún, la ausencia de éstos, conlleva la repitencia, la deserción, el etiquetamiento de alumnos “problemáticos”; y el cuestionamiento de la educabilidad de algunos.

No es necesario ser un experto o un veterano conocedor de la vida y las rutinas escolares. Basta con ser padre, madre, hermano, tío, amigo o protagonista para saber que en la escuela lo importante es “pasar de año” y “no llevarse materias”. Esto es muy interesante, porque da la idea de que la escuela es un lugar de paso, un lugar por el que hay que transitar lo más rápidamente posible. Como si fuera en juego de mesa; pasar y pasar de casillero hasta llegar al final. Y para lograr eso, es necesario no “llevarse” nada, es decir, cuanto más cosas nos saquemos de encima de la escuela, mejor.

Por supuesto, que estas ideas de “pasar de año” o de “llevarse materias” son construcciones discursivas que se han forjado a lo largo de los años y que permanecen como usos comunes y cotidianos del lenguaje. Pero, sin embargo, son palabras que utilizamos cotidianamente y que responden al modelo escolar excluyente, normalizador y fabril del que hablamos antes.

Formas o gramáticas escolares

Pensar en la escuela como un lugar de paso, como un obstáculo que debe ser superado, como un espacio que nos pone a prueba, que nos intimida y hasta nos extorsiona desafiándonos a “pasar de año”; es pensar en una institución que mantiene formas y códigos heredados que responden a esa matriz fundacional.

Para avanzar en la reflexión, proponemos un concepto interesante como es el de gramática escolar. David Tyack y Larry Cuban, utilizan esta idea para dar cuenta de un núcleo duro escolar que resiste los cambios y que provoca que las escuelas mantengan cierta apariencia que no ha sido modificada. Hablamos de tradiciones; formas escolarizadas; modos de hacer y de pensar la escuela que permanecen a lo largo del tiempo inmutables a cualquier tipo de reforma o supuestas prácticas innovadoras.

La lógica instrucción – evaluación, la normalización y homogeneización de los saberes, las limitaciones construidas en relación al tiempo y al espacio, la burocratización y fundamentalmente la concepción del hecho educativo como una acción supeditada al rendimiento son formas que no permiten, ni permitirán nunca, la construcción de una escuela para todos.

Esta gramática escolar basada en la idea de producción de resultados y de acreditación de los mejores, es el logro de un sistema que prácticamente no deja a los actores (por lo menos a los verdaderos protagonistas, es decir, a los docentes y a los alumnos) margen para intentar otras cosas. La estructura del sistema educativo pocas veces permite desafíos a esa gramática, y las condiciones laborales y materiales impiden el sostenimiento de impulsos individuales que terminan chocando con molinos de viento.

Llegados a este punto, voy a sostener como hipótesis principal que es imposible pensar en una escuela secundaria para todos sin modificar aspectos relacionados con la gramática escolar

Estas modificaciones serán producto, por supuesto, de la confluencia de múltiples responsabilidades. Muchos docentes, en su tarea cotidiana buscan desafiar esa gramática y crear nuevas formas y lógicas en la escuela que ayuden a superar la visión de búsqueda de resultados, pero sin embargo, chocan contra las limitaciones de un sistema que no parece adaptado al discurso inclusivo que propone una escuela para todos.

No es la intención de estas reflexiones establecer o proponer políticas inclusivas para la modificación del sistema escolar, pero de todas maneras, voy a arriesgar algunas ideas primarias, básicas, que pueden tener alguna relación con la forma en la que concebimos la escuela.

Parece necesario pensar en la integración de compromisos. El Estado, en tanto garante y responsable de la educación de las nuevas generaciones, debe plantear modificaciones a la propia gramática del sistema. La excesiva burocratización, las condiciones materiales deficitarias en muchas escuelas, las condiciones laborales que atentan contra la tarea profesional de los docentes, y la unidireccionalidad en las directivas o propuestas que excluyen la real participación de las comunidades son verdaderos muros de contención contra las expectativas de una escuela inclusiva.

Pero junto con las responsabilidades del Estado en las modificaciones de condiciones estructurales del sistema, es necesario pensar las escuelas desde la mirada cotidiana, y repensarnos a nosotros mismos en tanto docentes, alumnos y miembros de una comunidad que busca que los niños y los jóvenes sean los receptores de un legado, las nuevas generaciones que tendrán la responsabilidad de sostener el futuro de nuestra sociedad. Pensamos en las palabras de Hanna Arendt “La educación es el punto en el que decidimos si amamos al mundo lo suficiente como para asumir una responsabilidad por él, y de esa manera salvarlo de la ruina inevitable que sobrevendría si no apareciera lo nuevo, lo joven. Y la educación también es donde decidimos si amamos a nuestros niños lo suficiente como para no expulsarlos de nuestro mundo y dejarlos librados a sus propios recursos, ni robarles de las manos la posibilidad de llevar a cabo algo nuevo, algo que nosotros no previmos; si los amamos lo suficiente para prepararlos por adelantado para la tarea de renovar un mundo común”

Una ética de la transmisión

Para pensar en qué hacemos en la escuela, en cómo nos desenvolvemos en la vida cotidiana escolar, voy a tomar la idea que Jacques Hassoun utiliza con respecto al hecho educativo, mencionando que el acto de transmitir la vida es un proceso en el que se ponen en juego los hechos de la cultura; y sosteniendo que lo que debería ocurrir en la escuela no es ni más ni menos que eso. Y desde esa perspectiva, una escuela inclusiva parece algo absolutamente posible

Por ello, acudo a pensar la propuesta educativa en un sentido amplio, no limitado al modelo escolarizado tradicional, y obviamente no sometido a las reglas del control de calidad a los que habitualmente estamos acostumbrados. Propongo considerar una escuela de vida, un espacio y un tiempo que vale la pena vivir porque ofrece experiencias valiosas, que no es simplemente un lugar de paso por el que hay que transitar pensando en prepararse para la universidad o para el trabajo, sino una oportunidad de vivir la juventud de forma armónica, completa, saludable, placentera, y satisfactoria. Una escuela para ser vivida, que invite a nuevas y buenas experiencias, de la que uno pueda “llevarse” muchas cosas.

Una escuela inclusiva no es tanto pensar reformas de contenidos y estructuras curriculares, como dar (y darse) la posibilidad de construir un espacio que nos brinde (a los alumnos, a los docentes y a los directivos) una experiencia vital y significativa.

Es pensar la educación escolar en términos de la generosidad. Dar al otro lo que tenemos y también lo que no tenemos. Permitirnos aprender mutuamente y permitirnos también enseñar (en el sentido de mostrar, de invitar, de dar). Ofrecer cosas nuevas, sorprender y sorprendernos, dar oportunidades de vivir experiencias inolvidables, regalarles a los jóvenes la posibilidad de que en la escuela vivan sus mejores días y que nunca se olviden de ellos. Si apostamos por una sociedad democrática, no podemos dejar de lado las oportunidades de disfrutar de la vida y de aprender a vivir.

Algunos seguramente se estarán preguntando sobre los saberes y los aprendizajes que deberían promoverse en la escuela. Muy linda la idea de pensar en una escuela que nos regale buenos momentos, pero ¿Qué pasa con los chicos que no aprenden lo que deberían aprender? ¿Cómo se articula esa escuela con la transmisión de los saberes que los jóvenes deben poseer?

Indudablemente, son preguntas que requieren para su respuesta mucho más que unas reflexiones apresuradas sobre la escuela. De todas maneras, puedo arriesgar algunas presunciones.

Tomando como base que aquellas cosas que los jóvenes “deberían” saber son fuentes de grandes discusiones y debates, entiendo que transcurrimos tiempos en los que la presencia de “otros” saberes puede ser una oportunidad para que la escuela abra sus puertas. Existe un mundo afuera de las aulas que puede ser invitado a brindar alternativas diferentes al conocimiento tradicional que la escuela siempre ha buscado transmitir. Puede ser el mundo de la ciencia y la tecnología, o las artes, o el mundo laboral. Pero también pueden ser las manifestaciones y saberes que construimos y utilizamos en la vida cotidiana, con sus problemáticas y sus dificultades, con sus realidades y contextos; o también puede ser el uso y la construcción cultural que realizan los jóvenes con sus prácticas y costumbres.

Pero básicamente entiendo que una escuela que brinde buenas experiencias necesita pensarse a sí misma en tanto espacios y tiempos vividos, y no tanto en referencia a cuáles son los contenidos que van a llenar el currículum. Me refiero a que en un lugar en el que se pueda estar bien, en el que existan lazos de pertenencia, en el que uno pueda encontrar posibilidades para vivir momentos inolvidables; es muy probable que las estadísticas referidas a los resultados educativos comiencen a subir.

Tal vez, si centramos nuestra atención en que los alumnos vivan una experiencia significativa durante su paso por la escuela, más que en lograr buenos resultados, podamos conseguir que éstos finalmente aparezcan. Si empezamos a preocuparnos menos por “cuantas te llevaste”, “los repitentes”, “los contenidos dados”, “el alcance de objetivos” o la “calidad educativa”; y empezamos a concentrarnos un poco más en “viví una experiencia inolvidable durante mi paso por la escuela”, probablemente logremos avanzar un poco más en aquello que buscamos.

Finalmente, pienso que la inclusión educativa es una meta, un camino. Debería funcionar como un proyecto, y no como una resolución por decreto. Si entendemos a la educación desde una mirada amplia (y no limitada al concepto tradicional de escolarización) y logramos concentrarnos en construir una escuela en la que se puedan vivir experiencias inolvidables; ese camino va a ser, seguramente, el camino de una escuela para todos.

BIBLIOGRAFÍA

- ARENDT, HANNAH Entre pasado y futuro, capítulo V “La crisis en la educación”, Península, Barcelona, 1996.

- HASSOUN, JACQUES, Los contrabandistas de la memoria. Ediciones de La Flor, Buenos Aires, 1996

- TYACK, D. y CUBAN, L., En busca de la utopía. Un siglo de reformas de las escuelas públicas, 2da edición en español. México, Fondo de Cultura Económica, 2001.